La diferencia de los sexos

La diferencia de los sexos y la posición sexual inconsciente subjetiva es el tema del artículo de hoy.

El destino sexual de los humanos no lo marca la biología, ya que la elección sexual puede ser muy variada (heterosexual, gay, lesbiana, transexual, travesti, etc.). No existe por tanto una adecuación natural del sexo físico y del sexo psíquico.

Siendo el sexo lo más enigmático y lo más opaco, cabe preguntarse ¿cómo se estructuran entonces la subjetividad femenina y la masculina y cómo se establecen sus posiciones sexuales inconscientes?

La escuela del amor

La escuela del amor y del deseo está en la familia. Las niñas y los niños aprenden con sus madres a amar y a desear.

Este primer amor y el goce mítico al que acceden es vivido como incondicional. Gracias a que la madre ama a su hija o hijo como una prolongación de sí misma, puede prestarle su cuerpo, su ánimo, su tiempo y su dedicación casi de forma exclusiva.

El bebé, indiferenciado aún como sujeto, se siente entonces el actor imprescindible y exclusivo de su madre, digamos, como la prolongación y el suplemento imaginario de ella. Así comienzan los niños a amarse a sí mismos.

El deseo y la función materna

El primer deseo que conocen los niños también es a partir de la madre, quien los desea a su vez como a su complemento indispensable, marcando así el deseo del infante de forma incestuosa y, por tanto, destinado a la frustración.

La función materna condensa los atributos de poder, fertilidad y saber, que otorgan a la madre la sensación de completud imaginaria. Dice una madre: «Ainoa ha sido lo mejor que me haya podido pasar, lo es todo para mí”.

En un artículo del diario El País, titulado “Hijos sí, maridos no”, una señora inseminada artificialmente con semen de donante anónimo declara, cuando su hijo tiene seis meses: «yo quería tener un hijo sola, nunca sabes cómo van a reaccionar los hombres, al principio lo ven ajeno a ellos, pero ¿qué podría pasar en el futuro?, ¿y si al cabo de los años empiezan a identificarse con su hijo y a reclamar la paternidad?”.

A este discurso androfóbico le falta decir: “soy todo lo que necesita mi hijo y él es todo lo que necesito yo”.

La estructuración de la subjetividad femenina y su posición sexual inconsciente

La dificultad de independencia e individuación de la hija con la figura materna como mujer ideal hace decir a una analizante: “A veces me da la sensación de que estoy pegada a ella, de que somos una”, como si ella y su madre conformaran una unidad imaginaria indisoluble.

Esta dependencia de la Otra mujer, con quien siempre se compara y a la que le adjudica los atributos de saber, poder y fertilidad, hace que una analizante diga en sesión: “cuando hago el amor con mi marido me excito si tengo la fantasía de que hay otra mujer en la cama, o de que yo soy la otra mujer y me comporto como ella.”

(Se imagina que es una prostituta que sabe, puede gozar y hacer gozar mucho, entonces puede disfrutar más con el marido).

La separación de las niñas y los niños de su madre, fuente de su primer amor femenino y de su primer deseo, como dijimos, implica un largo y doloroso trabajo de duelo.

Concluye un analizante: “El arma de madre tiene doble filo: el placer de depender de ella y el horror de quedar atrapado”.

La función paterna

Para sostener y garantizar el alejamiento y la diferenciación necesarios de la madre y la hija, es imprescindible la instancia tercera mediadora de la función paterna simbólica, ejercida por el padre y promovida por la madre, cuando ésta reorienta su deseo hacia aquél.

“Yo conozco a mi padre porque mi madre ha querido”, puntualiza otra analizante.

Esta instancia simbólica es vital para que la niña pueda vivenciar su orientación hacia el sexo, su deseo de maternidad y, por fin, su apuesta por el amor de un hombre.

En este largo proceso de libidinización de su cuerpo y de identificación femenina, las mujeres quedan ligadas mediante su demanda de amor, y dependientes también, primero del amor del padre, primer amor y deseo masculino, y luego del amor de un hombre.

Así, los atributos de poder, fertilidad y saber mencionados quedan desplazados, para la niña, de la madre al padre.

De esta irrupción de la terceridad simbólica, que prohíbe el incesto y separa a la niña de la madre, proceden dos fantasías inconscientes en las mujeres:

  1. la fantasía de violación (“él me puede y puede hacer de mí lo que quiera”), y
  2. la fantasía de donjuanismo (“existe un hombre que puede con todas las mujeres, ya que pudo con mi madre para separarla de mí”). Lacan sostiene que el donjuán es una invención femenina.  

El goce

El goce (definido como una profunda y opaca mezcla inconsciente de satisfacción inútil e insatisfacción mortificante) que obtienen de esta posición de demanda, y por tanto de entrega al amor, las dispone para la seducción y el ofrecimiento sexual.

Se colocan en posición de ser deseadas y de ser amadas por el hombre, causando así el deseo de él y el suyo propio.

Ofreciéndose al otro como su causa de deseo, la mujer encarna el objeto de deseo del fantasma del hombre y accede por esa vía —dejándose ir— a un goce suplementario desbordante, intenso, difuso, propiamente femenino, que también es el goce contingente de los místicos y los poetas.

Ellas se ausentan de sí mismas y gozan sin límites, de forma contingente, “en un mar que no tiene fondo ni orilla” (Petrarca); una forma de gozar que es un resabio del goce mítico materno.

Un goce que siente y del que nada sabe. Persiste siempre en la organización pulsional femenina la demanda oral hacia su madre, de quien siente que nunca la amó lo suficiente.

El inconsciente femenino

El inconsciente femenino se revela como el más inquietante por esta división de la subjetividad femenina como no-toda, como partida en dos.

Por un lado, identificada al significante fálico (al goce fálico, racional, del orden simbólico del lenguaje —semántico, del sentido—, que pone límites, que otorga referencias que ordenan y orientan, y al que están sujetos los seres parlantes); y por otro lado, expuesta a un goce sin nombre ni asideros (Otro goce suplementario).

Una analizante describe su orgasmo:

“Me he dejado ir. Estaba sorprendida. Me puse a llorar. Ni yo misma sabía por qué. Como si todo mi mundo emocional se girase, se diera vuelta. Se me volcó todo. Me gustó, me espantaron todas esas emociones y sensaciones que me vinieron. ¡Dios mío! Me desbordó, fue algo fuera de mi control. Entre horror y gusto. Con esta emoción, es distinto cada vez. No sabes nunca a qué te enfrentas, lo que sientes. El no saberlo implica que tenga mucha confianza con la otra persona, que pueda aceptarlo para vivirlo de forma natural. Por una parte es una sensación muy gratificante, y por otra el desbordamiento de los sentidos, de no sentir por dónde navego. Es algo que no se puede sujetar, controlar, que está ahí, sale. Todo el cuerpo, todo, tiene un sentir diferente; aunque sea cuestión de unos momentos, todo cambia”.

El Otro goce

El Otro goce suplementario angustia a las mujeres porque hace desaparecer los límites del cuerpo. No es un goce del sujeto, sino un goce encontrado cuando el sujeto queda abolido.

Durante el goce sexual femenino, al igual que durante el éxtasis místico o poético (también de los hombres), el sujeto queda abolido, anulado, ausente de sí mismo.

Esta abolición de sí mismo connota una desubjetivación que da existencia al Otro (como el lugar simbólico, como el “lugar donde viene a inscribirse todo lo que puede articularse del significante”) como un puro significante, como lo que representa el nombre de Dios.

Se concreta la vivencia de ser en el Otro, de ser sólo en la significación (sin imagen, sin cuerpo), de ser en Dios (como uno de los nombres del Otro simbólico) a partir del amor. Goce contingente de la unión que el amor hace posible.

Poder, saber, fertilidad

Ahora, los atributos simbólicos de poder, saber y fertilidad se le adjudican al nombre de Dios: “¡Dios mío!”· (invoca la analizante). Dios puede, Dios sabe, Dios proveerá. 

En las mujeres, aunque sería más preciso decir en la parte mujer (la posición sexual subjetiva inconsciente femenina) de los seres que hablan, se manifiesta una forma erotómana de amor; ellas buscan activamente el amor, lo estimulan, lo alimentan, lo extreman.

Esta es la condición para su satisfacción y su goce: ocupar el lugar de objeto de goce (en el fantasma del hombre), para obtener de éste un signo de amor. Lo contrario podría sumirla en una situación de estrago y desolación, ya que queda expuesta al goce imperativo superyoico materno, sin mediación.

El goce enigmático brinda a las mujeres un saber, mal llamado intuición femenina, sobre las carencias —del ser y del sentido— de ellas, de ellos y de la vida. Ese goce las dispone también para la entrega a la maternidad y para la asunción de los valores femeninos de acogimiento, escucha y tolerancia. 

Los valores femeninos

La clínica del acto de la violencia revela la gran confusión que transforma el valor femenino del acogimiento en sufrimiento; el valor femenino de la escucha en servilismo; el valor femenino de la tolerancia en debilidad y sumisión

Y esa confusión —de la cual son responsables los hombres, las mujeres, o ambos— también convierte a las mujeres en objetos de propiedad y abuso, y en el mal llamado sexo débil.

De ahí la fantasía femenina de que un hombre fuerte y firme, un donjuán que pueda con todas las mujeres, sea capaz de brindarle un goce distinto al materno, y también hijos y amor.

En este sentido, en ocasiones, la confusión lleva a las mujeres a quedar atrapadas en la relación con un duro maltratador, en quien ven el espejismo de esa fuerte y firme instancia tercera, lo que puede ser causa de grave aflicción y estrago.

La singularidad

Las mujeres no pueden ser asimiladas o reducidas a un conjunto (que  respondiera exclusivamente a la función fálica, como los hombres), por tanto son una por una, son singulares, no existe un modelo de mujer, y en sus discursos objetan la uniformidad.

Cada mujer es excepcional, y en ellas predomina lo sorpresivo y lo fragmentario. Está más próxima al deseo que el hombre.

La estructuración de la subjetividad masculina y de su posición sexual inconsciente

La separación del niño de su madre, fuente también de su primer amor y su primer deseo, es un largo y doloroso duelo.

La imprescindible función paterna simbólica corta, prohíbe con firmeza la unidad imaginaria del vínculo incestuoso, generando desde entonces en el varón la particular inclinación hacia la rivalidad, la lucha y la angustia por la amenaza de pérdida y exclusión, ya que el padre es, para él, el rival ganador de esa primera pugna por la mujer deseada.

A partir de dicha experiencia tiende a dedicar de manera divergente el amor posesivo a una mujer, como se lo dedicó a su madre, y el deseo sexual a las demás. Deseo que tiene como condición, para la excitación, la satisfacción y el goce sexual, que el objeto sexual pueda ser recortado del cuerpo del otro.

La parcelación o fragmentación en la visión del cuerpo de la mujer en el momento del coito: determinados rasgos o zonas del cuerpo femenino (curvas, pechos, caderas, piernas, cabellos, ojos, etc.) representan el objeto de atracción máxima.

La «condición perversa polimorfa»

Ésta es la “condición perversa polimorfa”, fetichista, del goce masculino: la confusión del cuerpo de la mujer con el objeto de su deseo. El objeto es sustituible, intercambiable, predomina la metonimia, la serie, la sustitución de las parejas.

Reduce, así, a un sujeto a la categoría de objeto, lo cual da consistencia a la fantasía del hombre de que la mujer es masoquista. Dicha actitud lo protege de ver a la mujer como a su propia madre y de la amenaza de retorno al atrapamiento del goce materno.

Esta división no priva a los hombres, sin embargo, de amar y gozar con la misma mujer, buscando en ella tanto la réplica del primer amor, como el objeto sexual del fantasma que causa su deseo.

La necesidad de «medirse»

El hombre necesita medirse con los otros hombres, para constatar —frente a ellos— y demostrar —a las mujeres— que tiene ese saber y poder de “sexo fuerte” que, a su parecer, lo hace entero y lo protege de la pérdida y la exclusión.

También al hombre, el amor al padre (el primer amor masculino) y la identificación con sus rasgos, con sus deseos y con la función paterna, le garantizan ajustar su deseo a la ley de la prohibición del incesto, y así también el goce sexual y el orgullo y disfrute de la paternidad.

En un primer tiempo, el cuerpo entero del niño cumple la función de ser el complemento imaginario de su madre, a quien supuestamente completa.

A partir de la acción de frustración materna y del deseo de ésta que se dirige hacia una terceridad significante, y cuando la privación y castración del padre operan, el cuerpo propio del niño se diferencia del complemento imaginario y provoca que el pequeño se identifique simbólicamente con el padre al que le supone la posesión del falo simbólico.

Los atributos fálicos

El pene (como depositario de los atributos fálicos de poder, saber y fertilidad) le permite entonces al varón un modo de goce vinculado al órgano y mantener la ilusión de que puede no faltarle nada, la ilusión de tener todo el complemento imaginario que le falta de su madre (ahora identificado con su órgano: consuelo, refugio, reservorio narcisista y sostén de su yo ideal y su ideal del yo). 

Los atributos fálicos de poder, saber y fertilidad se identifican también con el orden simbólico del lenguaje –semántico, es decir, del sentido– que pone límites, que otorga referencias que ordenan y orientan. Es un goce racional del significante.

Los hombres tienen su goce circunscrito a su órgano. “Ellos siempre quieren lo mismo”, dicen ellas; y no se equivocan, ellos necesitan introducir en una cavidad su órgano y darle placer para sentirse enteros.

(En una encuesta realizada en Francia, se le preguntaba a hombres y mujeres cómo ordenarían las siguientes tres frases: intercambiar caricias, hablar tener sexo. Las mujeres respondieron en este orden: 1) hablar (como prioridad), 2) intercambiar caricias, 3) tener sexo; los hombres contestaron: 1) tener sexo, 2) intercambiar caricias, 3) hablar.)

Los hombres o, mejor dicho, la parte hombre de los seres que hablan, quieren a las mujeres porque las desean y ese deseo es, en general, condición de la continuidad de ese amor. 

El discurso masculino

El discurso masculino se guía, en general, por la tendencia a la uniformidad. Padece de rechazo a lo imprevisto, a lo particular, a lo excepcional.

No es baladí que instituciones como la iglesia y el ejército hayan sido fundadas y sostenidas por hombres.

La lógica masculina (el modo hombre, el “color hombre”) es más predecible, más próxima a las normas, a la jerarquía, a la obediencia, a los rituales, sacrificando así la particularidad, la libertad y los deseos. Tiene una mayor inclinación al poder y a una concepción de lo universal.  

Las parejas humanas

La poetisa Safo define al amor como un monstruo agridulce. También lo confirma la copla española cuando nos dice: “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, contigo porque me matas y sin ti porque me muero”.

Freud afirma que el amor abre las puertas a la perfección, supuesta.

Afirma el poeta que una pareja son dos personas que comparten un sueño, en general, un sueño de unidad y completud perfectas: “una unión que sobrevive a la muerte”, en boca de un analizante.

Desde el psicoanálisis, afirmamos que una pareja son dos personas que creen encontrarse en el malentendido de sus sueños y que comparten dos fantasmas inconscientes que se suplementan.

El amor y el deseo sexual

La coincidencia amorosa es un encuentro intersintomático. El amor y el deseo sexual surgen y se articulan alrededor de sus fantasmas inconscientes.

La verdad del drama del amor es la de su ceguera, o sea, la de amar en el otro algo que no es el otro; si fuéramos conscientes de ello, podríamos decir: “no era ella”, “no era él”, como ilustra Lacan.

Así lo expresa con humor una analizante: “cuando estás con quien estás es porque el que está contigo no es quien es”. 

Este encuentro amoroso fallido entre la mujer y el hombre es una de las muchas razones de la queja femenina y feminista hacia el hombre, y de la subestimación masculina y machista hacia la mujer.

¿Somos iguales hombres y mujeres?

Los hombres y las mujeres no somos iguales, y esa inaceptable evidencia nos hace pedir peras al olmo. La asimetría entre mujeres y hombres es estructural.

Y en esa “soledad de dos”[1] ellas buscan como fin ese amor incondicional sin barreras, y en el camino encuentran el goce sexual y los hijos.

Ellos, los hombres, buscan en el goce sexual la reafirmación de su supuesta entereza, con la que conjurar los límites de la vulnerabilidad humana, y encuentran una demanda de amor irrealizable y un goce enigmático, inquietante y desconocido. 

A pesar del diálogo de sordos que habitualmente establecen las parejas, las dos orillas del río de la vida, la femenina y la masculina, son las responsables de los delicados puentes colgantes que las unen.

Y en esa unión intercambian la alegría y comparten el malestar y el riesgo de una labilidad humana que nos iguala. 

Artículo de Norberto Ferrer


[1] Blas de OteroPoemas de amor, Ed. Lumen, Barcelona, 1987.

El tema de este artículo se encuentra ampliado en mi libro Psicoanálisis con niños y adolescentes.

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